La cuchara menguante - Reseña

The disappearing spoon - Review

Resumen

Sam Kean es un joven divulgador científico, en cuyo libro La cuchara menguante (Ariel, Barcelona, 2011) presenta de un modo muy entretenido cómo los elementos químicos han siempre acompañado la historia humana. En esta reseña se muestran algunos de los muchos hechos interesantes narrados en el libro, y se recomienda ampliamente su lectura.


Palabras clave: química, tabla periódica, metales, divulgación científica.

Abstract

The disappearing spoon (Ariel, Barcelona, 2011), by Sam Kean, is a very entertaining book about the role of chemical elements in human history. In this review some of the fascinating facts narrated by Kean are presented in order to encourage the reading of this exceptional book.


Key words: chemistry, periodic table, metals, popular science.


¿Por qué el cobre es el metal preferido para recubrir monedas?[1]
¿Qué son los superácidos? ¿Qué elemento sabe a azúcar?[2]



Sam Kean es un fanático declarado del mercurio, y está al tanto de sus peculiaridades como si se tratara de las andanzas de un viejo amigo. También es un apasionado de la tabla periódica, a la que considera el reflejo de la interacción humana con el mundo material, y por eso le dedicó La cuchara menguante (Ariel, Barcelona, 2011), en cuya portada se prometen “relatos veraces de locura, amor y la historia del mundo a partir de la tabla periódica de los elementos”. Inicié la lectura de este libro sin muchas expectativas, a pesar de que venía precedido de premios prestigiosos y de que en internet abundan las reseñas elogiosas, tanto de divulgadores de la ciencia como de personas comunes que confiesan que es el libro más geek que hayan leído nunca. Sin embargo, a partir de unas cuantas páginas, el estilo único de la escritura y la colección de anécdotas presentadas hicieron que me uniera a la legión de admiradores de este relato y de su autor.

Para Kean hay una historia (divertida o pavorosa) detrás de cada elemento de la tabla periódica. El título del libro, por ejemplo, alude al galio, un metal que se funde a 30°C y que permite confeccionar cucharas que literalmente desaparecen en una taza de té caliente.

A partir de estas historias, los elementos químicos adquieren vitalidad y se vuelven personajes[3] excéntricos en busca de la felicidad (o de la estabilidad, que en términos químicos viene a ser lo mismo). Como en la tabla periódica “la geografía es destino”, los platónicos gases nobles se volverán pacíficos vecinos que viven rodeados de vecinos problemáticos, los halógenos. Se nos hablará de la concupiscencia del carbono, de la agresividad del oxígeno y del hermafroditismo del antimonio. Conceptos químicos básicos y otros no tanto, tales como la regla del octeto, la teoría ácido-base de Lewis y la teoría nuclear de capas[4] se explican con sencillez y entusiasmo contagioso.

En La cuchara menguante tampoco faltan las curiosidades y las historias fascinantes acerca de los científicos que descubrieron los elementos o que trabajaron con ellos. Quienes nunca habíamos oído hablar del pequeño pueblo sueco de Ytterby habremos aprendido que en “las Galápagos de la tabla periódica” se encontraron por primera vez siete elementos (itrio, iterbio, terbio, erbio, holmio, tulio y gadolinio); los seis últimos resultaron ser lantánidos, escurridizos elementos que atormentaron a Dmitri Mendeléyev en su intento por clasificarlos.

Encontraremos al irascible Gilbert Lewis, quien además de ser considerado “el mejor científico que nunca llegó a conseguir el premio Nobel”, tenía rencillas ancestrales con Walther Nernst y solía denunciar ruidosamente cualquier error cometido por éste. Las aportaciones de Lewis al estudio de los electrones permitieron en 2005 la síntesis del carborano –H(CB11Cl11) – un superácido con un pH de -18. Para presentar las similitudes de los elementos (el carbono, el silicio y el germanio) que conforman una destacada tríada, Kean nos cuenta la historia del transistor, del circuito integrado y de cómo el silicio y el germanio se usaron alternadamente en el desarrollo de los semiconductores. Kean no se ahorra el recuento de las mezquindades que rodearon a sus inventores, John Bardeen, Walter Brattain y William Shockley, quienes recibieron el premio Nobel de física de 1956. No podía faltar en este libro el villano favorito, Fritz Haber, a quien debemos por una parte la invención del proceso de fijación del nitrógeno que lleva su nombre y que permite producir fertilizantes baratos para alimentar a este populoso planeta y, por otra parte, la síntesis de los gases clorados que se usaron extensamente como armas químicas en la Primera Guerra Mundial.

Luego de la lectura de La cuchara menguante, queda claro que pocos aspectos son ajenos a la química. Gracias al plomo y al iridio (y a Clair Patterson y a Luis y Walter Álvarez, por supuesto) sabemos cuál es la edad de la Tierra[5] y por qué se extinguieron los dinosaurios, respectivamente. Las tintas de europio, sólo visibles bajo un láser especial, sirven como distintivos de los billetes de la Unión Europea y los vuelven prácticamente infalsificables. La avidez por el tantalio y el niobio, metales indispensables en la fabricación de teléfonos celulares, ha conducido a terribles guerras civiles en el Congo, así como a la cuasi-extinción de gorilas en esa región. Las finas películas de manganeso que recubren los dientes fósiles del megalodón convencieron a algunos pseudocientíficos de que este gigantesco animal no se ha extinguido aún. Geología, paleontología, economía, política, pseudociencia... en todos estos ámbitos planean los elementos químicos. Se trata pues de un libro excepcionalmente entretenido, que se lee de un tirón y que no debería faltar en la biblioteca de los enamorados de esta ciencia.



[a]Profesora investigadora del Área Académica de Química. Doctora en microbiología y biotecnología por el Institut National des Sciences Appliquées de Toulouse, Francia. Sus intereses de investigación principales son el tratamiento biológico del agua y la biodegradación de moléculas xenobióticas. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 2, desde 2010.

[1]Gracias al efecto oligodinámico, el cobre inactiva microorganismos patógenos en poco tiempo. Por esta razón, las antihigiénicas superficies de monedas, pasamanos o pestillos de puertas, que son tocadas por muchas manos, suelen recubrirse de cobre o de sus aleaciones (pp. 182-183). También presentan este efecto la plata, el mercurio y el hierro, entre otros metales.

[2]El berilio (p. 207).

[3]B. Yorifuji, en su libro Wonderful life with the elements (Starch Press, San Francisco, 2012), también busca dar una cara amigable a la química y personifica los elementos en caricaturas. Así, los gases nobles aparecen como hippies imperturbables, los metales preciosos se presentan como elegantes ejecutivos y los elementos obtenidos artificialmente, como robots.

[4]Según esta teoría, propuesta en 1950 por un equipo encabezado por María Goeppert-Mayer, en el núcleo atómico los protones y los neutrones se sitúan en capas que, de estar completas, confieren estabilidad al núcleo. Para los números atómicos (Z) 2, 8, 20, 28, 50, 82 y otros más (llamados números mágicos), los protones y neutrones se ordenan en núcleos simétricos muy estables. Esto explica, entre otros aspectos, por qué el oxígeno (Z=8) es más abundante que el litio (Z=3) en el universo. Esta teoría ha llevado a varios equipos de investigadores a buscar la “isla de la estabilidad”, el hogar de los elementos superpesados pero estables porque poseerían números mágicos de protones y neutrones. Más información en Dunn R. (2013) Cazadores de elementos, National Geographic 223(5). Disponible en: http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ [consultado el 6 de enero de 2014].

[5]4550 millones de años.