Un verdadero atributo al ejercicio de la descripción y observación

Resumen

Esta reseña está basada en el grabado de “La Crucifixión” de Alberto Durero, el artista alemán más famoso del renacimiento, conocido en todo el mundo por sus pinturas, dibujos, grabados y escritos teórico sobre arte. José Saramago en su libro “El Evangelio según Jesucristo” utiliza como prefacio un ensayo de este grabado, este, el autor hace una descripción extraordinaria de esta imagen y hace que cualquier persona que lo lea dirija en automatico la mirada a la búsqueda de todo lo que se menciona en este escrito; los invito a realizar y disfrutar este ejercicio de observación y a leer una descripción detallada y con un toque narrativo impresionante.


Palabras clave: Descripción, evangelio, sol, luna, soldados, mujeres.

Abstract

This review is based on The Crucifixion engraved by Albrecht Dürer, the most famous German Renaissance artista known around the world for his paintings, drawings, engravings and theoretical writings on art. José Saramago in his book "The Gospel According to Jesus" use as a preface, one essay of this engraved, the author makes an extraordinary description of the image and makes that anyone who reads it in automatic a directed sigth to find everything mentioned in this paper; I invite you to make and enjoy this exercise of observation and read a detailed description and stunning narrative twist.


Keywords: Description, gospel, sun, moon, soldiers, women.


Introducción

 

El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1998, está basado simplemente en el deseo de su autor por tener certeza en lo que nos dice la biblia, por lo que desarrolla una increíble narración de todo lo que sucedió a partir de que María concibe a Jesús hasta el momento de su crucifixión, y que resulta ser impresionante por la manera en que describe cada momento; este libro causo mucha polémica debido a que en el transcurso de su historia agrega capítulos que no vienen en el evangelio, sin embargo, lleva al lector a tener una imaginación vivida y profunda de todo lo que se está detallando en la historia y lo lleva a vivir realmente lo que está leyendo.

Desarrollo

La Crucifixión de Durero, es un grabado impresionante que expresa lo que fue la crucifixión de Jesucristo, está lleno de detalles y tal pareciera que cuenta una historia en conjunto de todos los elementos que se representan de una manera muy nítida. Los invito a realizar esta lectura, pero sobre todo a disfrutarla y a realizar un verdadero ejercicio de observación de cada uno de los seres aquí descritos. El ensayo de Saramago a la letra dice:

 

 

 

“El sol se muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo, el que está a la izquierda de quien mira, representando el astro rey una cabeza de hombre de la que surgen rayos de aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre la dirección de los lugares hacia los que quiere apuntar y esa cabeza tiene un rostro que llora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que no podemos oír, pues ninguna de estas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papel y tinta, nada más.

 

Bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol, ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas o vergonzosas y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada.

 

Sin embargo, y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte natural, dos clavos lo mantienen, profundamente clavados. Por la expresión del rostro, que es de inspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, erguida hacia lo alto, debe de ser el buen ladrón. El pelo, ensortijado, es otro indicio que no engaña, sabiendo como sabemos que los ángeles y los arcángeles así lo llevan y el criminal arrepentido esta, por lo ya visto, camino de ascender al mundo de las celestiales creaturas.

 

No será posible averiguar si ese tronco es aún un árbol adaptado, por mutilación selectiva a instrumento de suplicio, pero que sigue alimentándose de la tierra por las raíces, puesto que toda la parte inferior de ese árbol esta tapada por un hombre de larga barba, vestido con ricas, holgadas y abundantes ropas, que, aunque ha levantado la cabeza, no es el cielo a donde mira.

 

Esta postura solemne, este triste semblante, solo pueden ser los de José de Arimatea, dado que Simón de Cirene, sin duda, otra hipótesis posible, tras el trabajo al que le habían forzado, ayudando al condenado en el transporte del patíbulo, conforme al protocolo de estas ejecuciones, volvió a su vida normal, mucho más preocupado por las consecuencias que el retraso tendría para un negocio que había aplazado que con las mortales aflicciones del infeliz a quien iban a crucificar.

 

No obstante, este José de Arimatea es aquel bondadoso y acaudalado personaje que ofreció la ayuda de una tumba suya para que en ella fuera depositado aquel cuerpo principal, pero esta generosidad, no va a servirle de mucho a la hora de las canonizaciones, ni siquiera de las beatificaciones, pues nada envuelve su cabeza, salvo el turbante con el que todos los días sale a la calle, a diferencia de esta mujer que aquí vemos en un plano próximo, de cabello suelto sobre la espalda curva y doblada, pero tocada con la gloria suprema de una aureola, en su caso recortada como si fuera un bordado doméstico.

 

Sin duda la mujer arrodillada de llama María, pues de antemano sabíamos que todas cuantas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser además Magdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará a primera vista, que la mencionada Magdalena es precisamente esta, pues solo una persona como ella, de disoluto pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote abierto y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar su redondez de los senos, razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas de los hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por el infame cuerpo.

 

Es, con todo, de compungida tristeza su expresión y el abandono del cuerpo no expresa sino el dolor de un alma, ciertamente oculta en carnes tentadoras, pero es nuestro deber tener en cuenta, hablamos del alma, claro, que esta mujer podría estar enteramente desnuda, si en tal disposición hubieran decidido representarla y aun así deberíamos mostrarle respeto y homenaje.

 

María Magdalena, si ella, se ampara y parece que va a besar, con un gesto de compasión intraducible en palabras, la mano de otra mujer, esta sí, caída en tierra, como desamparada de fuerzas o herida de muerte. Su nombre, también María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda, primerísima en importancia, si algo significa el lugar central que ocupa en la región inferior de la composición.

 

Fuera del rostro lacrimoso y de las manos desfallecidas, nada se alcanza a ver de su cuerpo, cubierto por los pliegues múltiples del manto y de la túnica, ceñida a la cintura por un cordón cuya aspereza se adivina. Es de más edad que la otra María y es esta una buena razón, probablemente, aunque no la única, para que su aureola tenga un dibujo más complejo, así al menos, se hallara autorizado a pensar quien no disponiendo de informaciones precisas acerca de las precedencias, patentes y jerarquías en vigor de este mundo, se viera obligado a formular una opinión.

 

No obstante, y teniendo en cuenta el grado de divulgación, operada por artes mayores y menores, de estas iconografías, solo un habitante de otro planeta, suponiendo que en él no se hubiera repetido alguna vez, o incluso estrenado, este drama, solo ese ser, en verdad inimaginable, ignoraría que la afligida mujer, es la viuda de un carpintero llamado José y madre de numerosos hijos e hijas, aunque solo uno de ellos, por imperativos del destino o de quien lo gobierna, haya llegado a prosperar, en vida de manera mediocre, rotundamente después de la muerte. Reclinada sobre su lado izquierdo, María, madre de Jesus, ese mismo a quien acabamos de aludir, apoya el antebrazo en el muslo de otra mujer, también arrodillada, también María de nombre, y en definitiva, pese a que no podamos ver ni imaginar su escote, tal vez la verdadera Magdalena.

 

Al igual que la primera de esta trinidad de mujeres, muestra larga cabellera suelta, caída por la espalda, pero estos cabellos tienen todo el aire de ser rubios, sino fue pura casualidad la diferencia de trazo, más leve en este caso y dejando espacios vacíos entre los mechones, cosa que, obviamente, sirvió al grabador para aclarar el tono general de la cabellera representada.

 

No pretendemos afirmar, con tales razones, que María Magdalena hubiese sido, de hecho rubia, solo estamos conformándonos a la corriente de opinión mayoritaria que insiste ver en las rubias, tanto en las de natura como en las de tinte, los más eficaces instrumentos de pecado y perdición. Habiendo sido María Magdalena, como es de todos sabido, tan pecadora mujer, perdida como las que más lo fueron, tendría también que ser rubia para no desmentir las convicciones, para bien y para mal adquiridas, de la mitad del género humano.

 

No es, sin embargo, porque parezca esta tercera María, en comparación con la otra, más clara de tez y tono de cabello, por lo que insinuamos y proponemos, contra las aplastantes evidencias de un escote profundo y de un pecho que se exhibe, que esta sea la Magdalena.

 

Otra prueba, esta fortísima, robustece y afirma la identificación, es que la ducha mujer, aunque un poco amparando, con distraída mano, a la extenuada madre de Jesus, levanta, si, hacia lo alto la mirada y esa mirada que es de auténtico y arrebatado amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpo todo, todo su ser carnal, como una irradiante aureola capaz de hacer palidecer el halo que ya rodea su cabeza y reduce pensamientos y emociones.

 

Solo una mujer que hubiese amado tanto como imaginamos que María Magdalena amó, podría mirar de esa manera, con lo que, en definitiva, queda probado que es esta, solo esta y ninguna otra, excluida pues la que a su lado se encuentra, María cuarta, de pie, medio alzadas las manos, en piadosa demostración, pero de mirada vaga, haciendo compañía, en este lado del grabado, a un hombre joven, poco más que adolescente, que de modo amanerado flexiona la pierna izquierda, así, por la rodilla, mientras su mano derecha, abierta, muestra en una actitud afectada y teatral al grupo de mujeres a quienes correspondió representar, en el suelo, la acción dramática.

 

Este personaje, tan joven, con su pelo ensortijado, y el labio trémulo, es Juan. Igual que José de Arimatea, también esconde con el cuerpo el pie de este otro árbol que, allá arriba, en el lugar de los nidos, alza el aire aun segundo hombre desnudo, atado y clavado como el primero, pero este es de pelo liso, deja caer la cabeza para mirar, si aún puede, el suelo y su cara magra y escuálida, de pena, a diferencia del ladrón del otro lado, que incluso en el trance final, de sufrimiento agónico, tiene un valor para mostrarnos un rostro que fácilmente imaginamos rubicundo, muy bien debía de irle la vida cuando robaba, pese a la falta que hacen los colores aquí.

 

Flaco, de pelo liso, la cabeza caída hacia la tierra que ha de comerlo, dos veces condenado, a la muerte y al infierno, este mísero despojo solo puede ser el Mal Ladrón, rectísimo hombre en definitiva, a quien le sobro conciencia para no fingir que creía, a cubierto de leyes divinas y humanas, que un minuto de arrepentimiento basta para redimir una vida entera de maldad o una simple hora de flaqueza. Sobre el, también clamando y llorando como el sol que enfrente esta, vemos la luna con figura de mujer, con una incongruente arracada adornándole la oreja, licencia que ningún artista o poeta se habrá permitido antes y es dudoso que se haya permitido después, pese al ejemplo.

 

Este sol y esta luna, iluminan por igual la tierra, pero la luz del ambiente es circular, sin sombras, por eso puede ser visto con tanta nitidez lo que está en el horizonte, al fondo, torres y murallas, un puente levadizo sobre un foso donde brilla el agua, unos frondosos conos góticos, y allí atrás, en lo alto del ultimo cerro, las aspas paradas de un molino. Aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva, cuatro caballeros con yelmo, lanza ya armadura, hacen caracolear las monturas con sus alardes de alta escuela, pero sus gestos sugieren que han llegado al fin de su exhibición, están saludando, por así decir, a un público invisible.

 

La misma impresión de final de fiesta nos es ofrecida por aquel soldado de infantería que da ya un paso para retirarse, llevando suspendido en la mano derecha, lo que, a esta distancia, parece un paño, pero que podría ser también manto o túnica, mientras otros dos militares dan señales de irritación y despecho, si es posible, desde tan lejos, descifrar en los minúsculos rostros un sentimiento como el de quien jugo y perdió. Por encima de estas vulgaridades de milicia y ciudad amurallada, planean cuatro ángeles, dos de ellos de cuerpo entero, que lloran y protestan y se duelen, no así uno de ellos, de perfil grave, absorto en el trabajo de recoger una copa, hasta la última gota , el chorro de sangre que sale del costado derecho del crucificado.

 

En este lugar, al que llaman Gólgota, muchos son los que tuvieron el mismo destino fatal y muchos otros lo tendrán luego, pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en una cruz, hijo de José y María, Jesús de nombre, es al único a quien el futuro concederá el honor de la mayúscula inicial, los otros no pasaran nunca de ser crucificados menores. Es él, en definitiva, este a quien miran José de Arimatea y María Magdalena, este que hace llorar el sol y a la luna, este que hoy mismo alabo al buen ladrón y desprecio al malo por no comprender que no hay diferencia entre uno y otro, o, si la hay, no es esa, pues el Bien y el Mal, no existen en sí mismos y cada uno de ellos es solo la ausencia del otro.

 

Tiene sobre la cabeza, que resplandecerse con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos y ciñéndole una dolorosa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera el cuerpo, aquellos hombres a quienes no se les permite ser reyes de su propia persona, no goza Jesús de un descanso para sus pies, como lo tienen los ladrones, y todo el peso de su cuerpo estaría suspenso de las manos clavadas en el madero si no le quedara un resto de vida, la suficiente para mantenerlo erguido sobre las rodillas rígidas, pero pronto se le acabara, la vida, y continuara la sangre brotándole, de la herida del pecho, como queda dicho.

 

Entre las dos cuñas que aseguran la verticalidad de la cruz, como ella introducidas en una oscura hendidura del suelo, herida de la tierra no más incurable que cualquier sepultura de hombre, hay una calavera, y también una tibia y un omoplato, pero la calavera es la que nos importa, porque es eso lo que Gólgota significa, calavera, no parece que una palabra sea lo mismo que la otra, pero alguna diferencia notaríamos entre ellas si en vez de escribir calavera y Gólgota escribiéramos gólgota y Calavera.

 

No se sabe quién puso aquí estos restos y con qué fin lo hizo, si es solo un irónico y macabro aviso a los infelices supliciados sobre su estado futuro, antes de convertirse en tierra, en polvo, en nada. Hay quien también afirme que este es el cráneo de Adán, ascendido del negror profundo de las capas geológicas arcaicas y ahora porque a ellas no puede volver, condenado eternamente ante sus ojos la tierra, su único paraíso posible y para siempre perdido. Atrás, en el mismo campo donde los jinetes ejecutan su última pirueta, un hombre se aleja, volviendo la cabeza hacia este lado. Lleva en la mano izquierda un cubo y una caña en la mano derecha.

 

En el extremo de la caña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apostaríamos, contiene agua con vinagre. Este hombre un día y después para siempre, será víctima de una calumnia, la de por malicia o por escarnio, haberle dado vinagre a Jesús, cuando él pidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco de los más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de los tres condenados y no hizo diferencia entre Jesús y los ladrones, por la simple razón de que todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra y de ellas se hace la única historia posible.”

 

Conclusión

Después de haber leído con atención el extracto anterior de Saramago, podemos decir que su descripción es exacta y que sobre de ella cuenta una historia que contiene imágenes, gestos y sentimientos de lo que este grabado refleja.

 

En lo personal, me impresiono la manera en que relato y describió cada uno de los elementos contenidos en la imagen. Mi objetivo, al darles a conocer esta reseña de José Saramago, es que desarrollemos con ahínco la habilidad de observar todo nuestro entorno en el que nos desarrollamos y vivimos y tener las imágenes en la mente para que un día, si no las escribimos, las podamos contar con la vivida expresión de Saramago.

 

Bibliografía

 

• Saramago José, El Evangelio según Jesucristo. Editorial Alfaguara, España 2002

 

 

[a] Profesor Escuela Preparatoria N°3.