Antecedentes Históricos de la soledad (Capitulo uno)

Resumen

Entender que si las personas a través de la historia de la humanidad no creyera más que en lo que ellos quieren hacer con sus vidas, todo sería diferente, probablemente solo entonces habría libertad y sólo entonces sería más fácil estudiar los problemas que genera la familia en la soledad; quienes somos en siglo XXI nuestra soledad puede estar generada por nuestra familia, pero también influirá la sociedad en la que vivimos. Los antecedentes históricos de la soledad Grecia, época Medieval pasando hasta los siglos XVI - XIX, donde la soledad es tomada de una perspectiva que ha cambiado, y que no es la causa de la soledad del siglo XXI, pero que es igualmente importante mencionarlo para entender a fondo la soledad y sus causas antiguas.


Palabras clave: Soledad, Personas, Vida, Familia, Sociedad

Abstract

Understand that if people throughout the history of mankind believed only what they want to do with their lives, everything would be different, probably only then there would be freedom and only then would it be easier to study the problems generated by the family in loneliness; Who we are in the 21st century, our solitude can be generated by our family, but also the society in which we live. The historical background of the loneliness of Greece, the Medieval period going back to the sixteenth and nineteenth centuries, where loneliness is taken from a perspective that has changed, and which is not the cause of the loneliness of the 21st century, but that it is equally important to mention it for To understand solitude in depth and its ancient causes.


Keywords: Loneliness, People, Life, Family, Partnership


Antecedentes históricos de la soledad.

El día sexto, el último de la creación, dijo Dios “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza”. Tomó polvo del suelo y con él hizo la forma del hombre, para luego soplarle aliento de vida. Como la tierra era yerta, pues no había mandado llover todavía, “plantó Yahvé Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado […] hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal”.

El libro del Génesis no permite hacerse una idea de cuánto tiempo permaneció Adán en esa condición, antes de que Dios se decidiera a rectificar: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada”.  Con una costilla que extrajo del cuerpo de Adán, formó Dios a la primera mujer y la llevó ante el primer hombre, quien expresó: Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne.

En mitos de otras culturas la genealogía de los dioses y la creación del hombre suelen formar parte de un mismo relato; en muchos casos, la primera alusión a los seres humanos los refiere como una entidad ya existente cuando los dioses instauran una nueva era, al tiempo que, por medio del sacrifico de alguno de ellos, emprenden la restauración o perfeccionamiento del género humano.

Entre los antiguos mexicanos, por ejemplo, los dioses habían creado el cosmos cuatro veces, y cuatro veces lo habían destruido, antes de la era presente: “Y así lo sabían, que cuando se cimentó la tierra y el cielo, habían existido ya cuatro clases de hombres, cuatro clases de vidas”.

En la mitología griega, tras el diluvio que Zeus provocó para castigar por sus vicios a los hombres de la edad de bronce, solo sobrevivieron Deucalión (hijo de Prometeo) y Pirra (hija de Pandora). Cuando el primero de ellos, ante un aparente sentimiento de soledad, pidió compañeros, Zeus mandó que ambos arrojaran por encima de sus hombros los huesos de su madre. Deucalión acertó al pensar que se trataba de las piedras (en correspondencia de los huesos de la madre Gea); así, de las piedras arrojadas por él surgieron los hombres, y de las lanzadas por Pirra, las mujeres.

En estos casos, la del ser humano es la génesis de un ente anónimo y colectivo (los seres humanos, los primeros hombres); los dioses crean un grupo, un conjunto. En coincidencia –y difícilmente podría ser de otro modo–, los estudios que desde una perspectiva científica se han propuesto explicar el origen del hombre, se refieren siempre a la evolución de grupos de homínidos; el fenómeno que busca desentrañar la antropología es el surgimiento de la especie, no el del primer individuo. Pero en el Génesis, la del hombre es la creación de un individuo único, tan singular, que incluso ostenta un nombre propio: Adán (en hebreo, adamah: tierra labrada). Durante su estancia en el paraíso terrenal cohabita con bestias, reptiles y alimañas terrestres en pareja (macho y hembra), a los cuales él mismo les asigna un nombre. Sin embargo, hasta antes de la llegada de Eva, no hay  en torno suyo otro de su misma especie, un semejante o prójimo.

Grecia y Egipto.

Moreno R. (2014) en su libro “historia de la soledad” menciona quela forma en que vemos el aislamiento de los otros lo comparamos con el rasgo invariable de la bruja; además de ella por ello su representación que pasó a formar parte de una galería de personajes asociados a la soledad, también se incluyeron varios más a través de los años y de los cuentos infantiles que leemos; entre los que destacan el mago, el alquimista, el poeta, el loco, el filósofo, el místico, el científico y el profeta. Todos ellos, en algún momento de su vida, o durante largos periodos, experimentan un estado de soledad cuyo sentido que le damos depende más que nada en una determinada línea  histórica cultural.

Este autor menciona también que aunque también estamos acostumbrados a conocer imagnes pueden incluir al condenado o penitente, al perseguido o al suicida; lo que esto significa en el ámbito histórico-cultural de la soledad no solo se refiere a una condición de aislamiento externo, sino, principalmente, a su sentido subjetivo, interno, qué es el sentirse solo.

Su concepto ha cambiado en unos miles de años. La soledad no es la palabra, es un lugar, es una situación, es un sentimiento. A través de ella hemos visto infinidad de logros del pensamiento. Son pocos los eurekas que se gritaron en conjunto. Los asuntos del alma y la mente son de uno, en soledad. Por la presencia de la soledad aprendimos qué es la desgracia. La soledad tiene un halo de egoísmo y, al mismo tiempo, de desesperanza. Pero la civilización ha sido el vehículo esquizofrénico de la soledad. Hay soledad que es el resultado privilegiado de una decisión, otro tipo de soledad es martirio.

Antes de llamarse soledad ya era el peor de los castigos. En la Grecia y Egipto antiguos se excluía a quienes se consideraban peligrosos para la comunidad. El rechazo a esos individuos fue el ostracismo. Su distancia era la penitencia, la no aceptación dentro del grupo, la definición de imparidad ante los otros.

La persona condenada al ostracismo, de este modo, tenía apenas diez días para marcharse de la ciudad, con una prohibición para regresar que se extendía por una década. Los historiadores sostienen, de todos modos, que muchas veces dicha pena finalmente se reducía y el castigado podía retornar antes de que se cumpliera el plazo.

El ostracismo se justificaba como una decisión que beneficiaba a la comunidad en general, manteniendo alejada de una localidad a aquella gente que, por uno u otro motivo, resultaba dañina.

La idea de ostracismo, de todos modos, es más frecuente para nombrar a la persona que decide no salir a la calle o no asistir a espectáculos públicos. Dicha decisión puede obedecer a un exceso de timidez, a un carácter antisocial.

Esta última acepción del concepto se utiliza también en el ámbito de la psicología para denominar a aquellas personas que por problemas emocionales no pueden o no quieren enfrentarse al contacto con los demás. Generalmente estas personas han sufrido rechazo de algún tipo y esto las lleva a buscar el ostracismo. El rechazo de parte de un familiar cuando somos muy pequeños deja en nosotros una herida que el tiempo no cura.

La consecuencia de ese rechazo es comparable a lo que produce en nosotros un dolor físico; activando incluso la misma región del cerebro. Esto deja en evidencia que el dolor que sentimos es real, no sólo metafísico. Por ende, nuestro cerebro responde de la misma forma. Cuando nos quemamos, cada vez que nuestra zona adolorida roza algo que provoca dolor físico en nosotros alejamos inmediatamente el brazo para evitar que siga doliendo; lo mismo hacemos con el dolor que causa en nosotros el rechazo. Si nos hemos sentido despreciados o mal amados, intentamos protegernos de futuros daños alejándonos del contacto humano.

El rechazo nos priva de algo que todos los humanos necesitamos: la pertenencia a un grupo. Por esta razón cuando podemos reconciliarnos con las personas que nos hayan rechazado o cuando entablamos nuevos lazos el dolor emocional que sentíamos desaparece, o se alivia.

Pero lo más importante de señalar es que el rechazo suele generar en las personas conductas antisociales (opuestas a las que impulsa la propia naturaleza). Y este es uno de los efectos más negativos de este dolor en la vida de un individuo porque lo lleva a recluirse y a refugiarse en una soledad que no le es satisfactoria. Las consecuencias de este ostracismo pueden ir desde la dejadez y la tristeza hasta la necesidad de volcar ese dolor en las adicciones u otras conductas nocivas, e incluso puede terminar con el suicidio.

Aunque en la Grecia antigua el filósofo es más un ciudadano de la polis que un solitario entregado al soliloquio, la mitología y la poesía épica dejaron para la posteridad distintas expresiones de la experiencia de la soledad.

Penélope se mantiene firme en su espera, que dura veinte años; con todo y ser nombrada “la más prudente de las mujeres”, reitera la misma queja en varios pasajes del poema homérico: “El señor del Olimpo me ha deparado mayores males que a todos los demás mortales que conmigo nacieron y crecieron”. En el día la alivian los suspiros, el llanto y los trabajos; de noche es presa del desvelo. Su padecer es el de una soledad a causa de una pérdida entrañable: “Empecé por perder a un ilustre esposo, sin rival entre los dánaos por su corazón de león y sus mil virtudes, el héroe cuya gloria se extiende por toda la Hélade y planea sobre Argos. Y he aquí que ahora es al hijo de mi amor a quien las tempestades arrancan de mi casa y de mis brazos”.

En otro caso, Filoctetes, el heredero del arco y las flechas de Heracles, luego de ser abandonado en Lemnos (ya a causa del hedor de la herida que le provocó la mordedura de una serpiente, o ya a causa de los gritos de dolor que perturbaban los sacrificios) se lamenta del futuro que le aguarda: “Oh mísero, mísero yo y arruinado con tantos trabajos, que voy a consumirme aquí, sin ver en delante mortal alguno conmigo”.

Por otra parte, de la vida política ateniense surgió el ostracismo, la condena al destierro o aislamiento forzoso en una isla, que se practicó hacia el siglo v a. C. En un óstrakon (una concha o tejuelo), los atenienses escribieron nombres como los de Hiparco, Arístides, Tucídides y Alcibíades, que fueron condenados al ostracismo.

A partir de la asimilación de creencias y religiones provenientes del medio Oriente, sobre todo de la tradición judeocristiana, se pueden distinguir varias modalidades de la soledad. En primer lugar la que se manifiesta como renuncia al mundo y que, por medio del recogimiento, se propone alcanzar el conocimiento de sí mismo, o bien, una comunicación directa con Dios (o ambas cosas).

Tales son las experiencias de los profetas en momentos de meditación o de revelación, casi siempre con la montaña y el desierto como escenario. Solo, en el monte Horeb, Moisés encuentra una zarza que arde sin consumirse y descubre en ella a Dios; luego, en el Sinaí, donde permaneció 40 días con sus noches, recibió el decálogo. Huyendo de la ira de Jezabel, el profeta Elías se refugia en una cueva en el monte Horeb, en donde Yahvé se le manifiesta no en huracán ni en terremoto, sino en “el susurro de una brisa suave”.

Juan el Bautista (“el que clama en el desierto”) predica en el desierto de Judea y anuncia la llegada del Mesías.

En el desierto de Quarantania, en el monte de la Tentación, Jesús es tentado por el demonio. Incluso Mahoma se retira a la montaña de Hira, en donde escuchará las revelaciones del arcángel Gabriel.

En varios de estos casos se trata de una situación de soledad como aislamiento que equivale a una etapa de preparación para una proeza espiritual.

En dos referencias asociadas a la pasión de Cristo, la soledad adquiere el tono de un sufrimiento del alma (En varias culturas, la situación de desamparo, de un individuo o de un grupo, tiene como causa el abandono de la divinidad, o de los dioses).

En la primera de ellas, Jesús, el Dios hecho hombre, tiene en la cruz la experiencia de la soledad como abandono y desamparo: “Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: ¡Elí, Elí! lemá sabactaní?, esto es: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”

La segunda referencia es la del séptimo de los dolores de María, que corresponde al estado de triste desamparo de la madre de Dios tras la inhumación de Jesús. En los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, el séptimo día de la tercera semana se dedica a la meditación sobre la pasión y, en particular, a “la soledad de Nuestra Señora con tanto dolor y fatiga”.

El poeta Lope de Vega expresó ese estado del alma de María como un estar sin nada ni nadie, sola con la mayor soledad:

[…]

Sin Esposo, porque estaba José de la muerte preso; sin Padre, porque se esconde; sin Hijo, porque está muerto; sin luz, porque llora el sol; sin voz, porque muere el Verbo; sin alma, ausente la suya; sin cuerpo, enterrado el cuerpo; sin tierra, que todo es sangre; sin aire, que todo es fuego; sin fuego, que todo es agua; sin agua, que todo es hielo; con la mayor.

Edad Media.

El asunto se torna complejo, pues estar solo y sentirse solo son dos situaciones distintas.

Aunque el vocablo procede del latín solitatem, el hispanista alemán Karl Vossler supone que se trata de un neologismo erudito cuyo origen se halla en la lírica galaico-portuguesa de finales de la Edad Media. En los cancioneros lusitanos de los siglos XIII y XIV aparecen sucesivamente soëdade, söidade y suïdade, en donde soledad, abandono y ausencia refieren tristeza, queja, afán, abandono, languidez y nostalgia.

Para el siglo XV –continúa Vossler– es extraño reconocer su significado objetivo como aislamiento, y es mucho más común el sentido nostálgico y relativo al amor que se representa también por vocablos como soidao, solidao, isolamiento, retiro, ermo, deserto, abandono, desamparo, ausencia.

En la Edad Media la soledad equivalía a la figura del desierto. Un lugar donde la ausencia de elementos lo hacía idóneo para la reflexión, que para esos años era cosa de religiosos. Sólo ellos tenían el tiempo y las condiciones necesarias para permanecer encerrados dentro de sí mismos y pensar. En esa época la soledad no hacía referencia al sentimiento de los hombres, sino a la condición del entorno. El hombre no se encontraba solo a menos que pudiera hacerlo. La soledad era una ubicación geográfica, una habitación donde ejercerla. El fin del medievo significó la lucha de los hombres contra los cánones de lo establecido, contra las plataformas sociales a partir de las cuales se conformaba una sociedad que oprimía. El rechazo natural a las estructuras clericales fue la batalla contra sus espacios. La iglesia, el monasterio. En cuatro siglos, para el XVII, la soledad era un estado de abandono en el que el hombre se separaba de los dictados de Dios, pero también de lo que aún se entendía como sus bondades. Si Dios era responsable de la providencia, la miseria que dejaba al mendigo a la suerte de un creador en realidad lo hacía a la fortuna que no contaba con la injerencia proverbial de una fuerza mayor. Lo orillaba al desamparo. Esa soledad era equivalente a la desgracia y distante de la paz que atesoraba el monje. La noción de la soledad como epítome del declive humano es quizá una zona de debate semántico, biológico y paraíso de sociólogos. Muchos de ellos dirán que nunca estamos solos, y en cierto sentido tienen razón, sin embargo, su juicio recae en la percepción negativa de la soledad y no en sus virtudes. Ese solo que está aislado y abandonado a pesar de estar rodeado de pares implica que el ser social que se supone somos sólo es a partir de su interacción con los demás.

Entonces olvidamos que el adjetivo de la soledad también representa lo único.

Conforme las épocas que se desarrollan en un punto crítico de conocimientos religiosos, la soledad va tomando su concepto para hacernos entender que tan factible es sentirse sólo y como tras encontrar a alguien que pueda ser la cura al ostracismo de la vida diaria, decidimos dejarlo porque nada ha sido nuestro y no estamos dispuestos a perder algo que nunca hemos ganado, la soledad nos hace fuertes, al mismo tiempo que nos aísla para no sufrir y luego nos suelta la verdad de la compañía; a ese tiempo de nuestras vidas ya es demasiado tarde.

Renacimiento.

Lentamente, en el Renacimiento la soledad dejará de ser un acto de renuncia y de aislamiento, de retiro a un lugar sombrío, para integrarse al optimismo de una nueva forma de vida. El humanista será un solitario privilegiado que contempla, analiza y disfruta cuanto lo rodea. Pero no solo cambia la visión del mundo; el mundo mismo es otro, y comienza a ser distinto en la península itálica, donde el resurgimiento del comercio y la recepción de la cultura bizantina forman parte del crisol del que surgirá un nuevo humanismo.

Ahí escribe Petrarca su elogio de la soledad: “De vita solitaria, en el que contrasta las vidas del felix solitarius y del miser occupatius”.

La de aquel se entrega al goce de la hermosa naturaleza, de la proximidad de Dios y de los bienes que le depara la espiritualidad contemplativa; la del segundo es una vida insensata, cautiva de los apetitos, las obligaciones y las fatigas del hombre de la ciudad.

Pero la vida solitaria que elogia Petrarca no es la del aislamiento absoluto ni renuncia a la palabra, sino al contrario: la condición para una comunicación o diálogo de la razón consigo misma o con otros, aunque estén ausentes.

Así, en la soledad de su estudio, Petrarca dialoga, escribe cartas a Homero, Cicerón, Virgilio, Séneca, Quintiliano, Tito Livio y otros, como si fueran contemporáneos suyos.

La vida solitaria hace posible el auténtico cultivo de las letras, del conocimiento y, ante todo, de las humanidades. Cierto que hay quien piensa que la vida solitaria es más funesta que la muerte, un presagio de la muerte. Pero eso sucede entre los iletrados que, no teniendo interlocutor, no tienen de qué hablar consigo mismos o con los libros, y se quedan en silencio. La soledad sin las letras es, en efecto, un exilio, una prisión, una tortura. Incorpora las letras y se harán la patria, la libertad, el goce.

A propósito del ocio es famoso el dicho de Cicerón: “Qué cosa más dulce que el ocio dedicado a las letras”.

Y no menos célebre aquella sentencia de Séneca: “Un ocio sin letras es la muerte, el funeral de un hombre vivo”.

El nuevo solitario ya no será un recluso, ni un eremita, ni un penitente, ni un místico, sino una personalidad que se lanza a la aventura del mundo, contagiada del optimismo vital del Renacimiento, autosuficiente y orgullosa de su conciencia. El aislamiento voluntario se convierte así en un estilo que rechaza la vida mundana, pues constituye una desviación. En la poesía española, Juan Boscán y Garcilaso de la Vega introducen la “tonalidad lírico–estética” de la soledad:

“La soledad es para tales naturalezas artísticas el lugar donde la alegría y el dolor se compensan, el odio y la pena se sosiegan y toda clase de agitación terrena y de capricho acaba. Es el suburbio por el cual pasamos al reino del arte puro. En la soledad se sacude el polvo del mercado. La falsedad de la vida de los negocios y todo lo que es engaño y perjudica a la dignidad y a la gracia del hombre”.

Con el giro que le imprime el espíritu renacentista, la soledad adquiere la forma de un estado previo o paralelo a la creación del artista o del genio. Y en esta dimensión se asocia a la melancolía, con la que a veces se confunde.

Ya en la Antigüedad se atribuía el genio creador a una relación con un demonio, ya como pacto o ya como posesión; desde Aristóteles hasta la Edad Media se ha entendido al individuo creador a partir de la fórmula del genio melancólico. Francisco Alonso-Fernández, al estudiar la personalidad del genio creador en Francisco de Goya, reconoce la dualidad que suele apreciarse en tales personalidades: “Se entiende aquí la melancolía en doble sentido: en su acepción filosófica, como talante o forma de ser propia del individuo distinguido por su capacidad creadora; y, en su acepción clínica, como una enfermedad acompañada de grandes sufrimientos y de la paralización del ser”.

En los genios creadores, artistas o científicos, el proceso creativo puede aparecer como una cura o terapéutica de la soledad-depresión que los ha llevado a un mayor grado de ensimismamiento:

[...] la actividad creadora alivia el sufrimiento por una doble vía: por una parte [...] por constituir una salida del laberinto del ser desesperado y prisionero; por otro, porque [...] es un medio para “estructurar las emociones y los pensamientos caóticos, acallando el dolor por medio de la abstracción y el rigor del pensamiento disciplinado, y apartándose de los motivos que causan la desesperación”.

En otro ámbito de la producción artística, la soledad, más que la melancolía, es en algunos poetas condición favorable al estímulo para la creación. En su análisis de Soledades de Antonio Machado, el crítico Robert Ribbans encuentra en el poema “Crepúsculo” la expresión del camino hacia el atardecer y el misterio del recuerdo en la soledad, que se convierte en un estado propicio para la inspiración. Como ningún otro –señala– ese poema parece justificar el título del libro:

[…] la soledad, la musa que el misterio revela al alma en sílabas preciosas cual notas de recóndito salterio, los primeros fantasmas de la mente.

Ilustración.

Por distintas vías, la Ilustración proclamó la confianza en la razón, la fe en el progreso y la elevación del hombre al rango del ser llamado a dominar la naturaleza, como premisas de la felicidad humana. Generosa en promesas, la modernidad también ha sido pródiga en paradojas que de manera paulatina, pero constante, se han insertado en cada uno de los ámbitos de la vida humana: el potencial productivo de la sociedad moderna contrasta con las carencias elementales de la mayor parte de la población mundial; el desarrollo de los medios de comunicación es paralelo a la reducción de las posibilidades reales de entablar un diálogo auténtico, más allá del intercambio de información; la masificación y la concentración de aglomeraciones humanas coexisten con el sentimiento de soledad. Sin duda Marx tenía razón cuando, en su papel de humanista, denunciaba la subordinación del plano del ser al plano del tener y el consecuente empobrecimiento de la vida humana.

También acertó José Gaos al señalar el vértigo que caracteriza a la sociedad contemporánea, resultado del imperativo de hacerlo todo cada vez a mayor velocidad. Y con ellos tienen razón muchos otros que han añadido un eslabón a la cadena de contradicciones de la sociedad moderna. La tierra prometida en la forma del perfeccionamiento de la sociedad y del individuo está lejos de motivar un “¡Tierra a la vista!”. A tantas promesas, tantos desencantos de la modernidad, tantas denuncias de propósitos fallidos o, acaso, de resultados ambivalentes. En este marco, la soledad adquiere otras formas.

Una de ellas es la alienación, que originalmente designaba un cuadro clínico que incluía todos los trastornos intelectuales, tanto accidentales como permanentes; de modo que a un ser alienado se le consideró un loco, un demente.

En La fenomenología del espíritu Hegel desarrolló un sentido distinto del concepto de alienación como enajenación, el cual será fundamental en el análisis de Marx sobre el trabajo enajenado. Se trata de un fenómeno propio de la sociedad industrial que consiste en el extrañamiento del individuo respecto de su trabajo y su producto, de quienes lo rodean y, ante todo, de sí mismo:

“Una consecuencia inmediata del hecho de estar enajenado el hombre del producto de su trabajo, de su actividad vital, de su ser genérico, es la enajenación del hombre respecto del hombre. Si el hombre se enfrenta consigo mismo, se enfrenta también al otro. Lo que es válido respecto de la relación del hombre con su trabajo, con el producto de su trabajo y consigo mismo, vale también para la relación del hombre con el otro y con el trabajo y el producto del trabajo del otro.”

Siglo XVI

Conforme los siglos pasan y la edad del oscurantismo católico se va dispersando a través de todo Europa, monarquías van perdiendo poder y las creencias se vuelven en un torno diferente; esta vez no es Dios quien no promueve la felicidad sino aquella sociedad monárquica que ha decidido desterrar personas porque no son buena compañía, o degollar mujeres por cometer adulterio. Esa soledad del siglo XIII al XV se va desvaneciendo para dar una libertad aún más sínica a los hombres y un yugo de opresión a las mujeres que intentan ser felices.

Para esas fechas el servicio a Dios deja de ser un episteme social, sino que se torna confuso. La iglesia para tratar de conseguir más seguidores (que en su mayoría eran personas que están muriendo de la peste negra o de hambre a causa de la anarquía) creó nuevas imágenes de bien común y deber social femenino. Las vírgenes aparecieron por el siglo XVI alrededor de las zonas creyentes europeas; por este siglo se ve cómo una mujer debe vivir virgen, sin la compañía de alguien más para vivir sus vidas y que sin importar qué una vez que estés solo podrás obtener la compañía y el consuelo de Dios.

En España, mientras Felipe II estaba en el trono, Isabel de Valois su tercera esposa llegó en 1560; traía consigo un cuadro para su capilla, que representaba a la Virgen sola; tras la sepultura de Cristo.

Los mínimos eran devotos de los Dolores de María y Fray Simón Ruiz, que acompañaba a Fray Valbuena y era experto en pinceles, tenía puestos los ojos en el cuadro francés de Isabel.

Así tras hacer un tercer intento de esculpir a la Virgen sola, logro hacer una escultura que encantó a la Reina, para más tarde decidir que esta misma iría vestida de negro, en alusión a la pérdida, viudez en honor a la soledad del martirio de la muerte.

Esta imagen sin duda formó parte del símbolo de la soledad acompañada de dolor y perdida. Se creería que para el final de esas fechas la Virgen apodada “de la Soledad”; habría pasado ya, sin embargo “La Hermandad de la Soledad” surgió en Sevilla a mediados del siglo XVI, cuando esta ciudad alcanzaba el máximo esplendor de su historia al lograr el liderazgo entre las grandes urbes de Occidente, debido principalmente al monopolio del comercio con América que la convirtieron en un centro cosmopolita de primer orden.

Pocos años después la Corporación se constituyó oficialmente, constando que sus primeras reglas se encontraban aprobadas en 1557.

La creación de una Virgen que nunca tuvo aparición alguna, comenzó el legado de una corporación (como ellos así se llaman) del Sacramento de la Hermandad de la Virgen de la Soledad.

Esta Hermandad en 2011 en su recopilación de datos “Historia de la Hermandad de la Soledad”, muestran comentarios de una soledad que probablemente muchas personas conocen; y es que muchos en la soledad inclinan sus súplicas a Dios ellos piensan que desde el inicio de la Hermandad en mediados del siglo XVI hasta nuestros días, en estos cuatro siglos y medio de existencia, la Imagen de la Virgen de la Soledad es lo único que verdaderamente ha permanecido, siendo su figura la que ha unido a tantos y tantos soleanos (como permiten llamarse las personas que forman parte de la Hermandad de la Soledad) de todas las épocas que, han dirigido sus miradas y sus plegarias a ella – la Virgen de la Soledad – . Esta Imagen de la Virgen sola es, con toda probabilidad, la efigie mariana dolorosa más antigua que procesiona en Sevilla.

Pero esto más que otras cosas por las que ha pasado la ideología católica de la soledad, nos crea una antología de raíces familiares que aquí en México datan a fechas de la conquista española, una época de imposición de creencias. La soledad no sólo surge su concepto en el siglo XVIII, sino que a través de esos años anteriores nos mostraron que la soledad es ese dolor de perdida, de desasosiego a la vida, de euforia a las circunstancias y de odio al destino, pero como todo nunca nada es igual y actualmente la soledad se ha convertido en un símbolo de simpatizante Europeo; como se verá en el siguiente capítulo de la investigación está soledad que vivimos es incontrolable, es la llamada peste del siglo XXI y para entenderla debemos saber cómo la religión nos ha influenciado en tomar decisiones, de las cuales solíamos ser responsables y ahora solo somos esclavos del sistema.

Siglo XVII, XVIII, XIX.

En español la palabra soledad aparece hasta uno o dos siglos después de la parición en el siglo XV con el concepto más definido de una soledad que no depende del lugar; pero al margen también de su significado objetivo.

En realidad, la palabra “nostalgia” aparece en el español hasta el siglo XVIII. Del griego nóstos (regreso) y algos (dolor, pena), tiene el significado de la pena que provoca estar ausente de la patria, de los deudos o los amigos.

El carácter de la palabra “soledad” se plasmó en la expresión a saudade portuguesa (la nostalgia portuguesa), que a finales del siglo XVI representa ante todo una cualidad nacional y una característica de la nobleza del alma lusitana, de las que solían hacer burla los españoles. Es esa misma nostalgia la que distingue a varios de los cantos tradicionales de la región, entre ellos el más moderno fado.

Vossler piensa que tal vez por influencia del vocablo árabe saudá (padecimiento hepático, dolor del corazón, depresión, melancolía), se formó el adjetivo saudoso (forma abreviada de saudadoso), que no significa solitario, sino lleno de afán, melancólico, impregnado de sentimiento. En nuestra lengua el adjetivo correspondiente sería solitario (que significa también desamparado), o bien, soledoso (vocablo más reciente y poco usual).

En una obra cuyo título no guarda mucha relación con su contenido, el ensayista José Clemente señala al menos una cosa cierta en relación con la soledad: “La soledad [...] necesita rostros. Sin rostros no hay soledad”.

En un sentido amplio, el de la soledad se vincula a los estados de abandono, encierro, incomunicación, pesar, melancolía y pena. A quien está solo o es un solitario suele llamársele “alma en pena”, “padre del yermo”, o bien, se dice que está desamparado, huérfano o abandonado. Y no es de extrañar, incluso, que a la soledad se le atribuya un rasgo patológico. Más que un estar, es un padecer del alma.

Durante estas épocas el mayor concepto de soledad seguía siendo simple; la soledad era ese simpatizante fronterizo de la paz de Dios; mientras que una ideología de economía se iba forjando al mismo tiempo en que el concepto de felicidad iba cambiando.

La palabra soledad era símbolo artístico, era inspiración, y desconocimiento tras el lienzo de la estética, soledad probablemente era la palabra que más sentido abstracto había para los grandes creadores. La soledad se iba construyendo en capillas, enmarcándose con oro en el Vaticano, brillando en las letras acuosas de la poesía lírica.

La soledad era todo lo que buscaba alguien que pensaba marcar historia en el mundo y que de una u otra forma no buscaba a un acompañante para distraerlo. Da Vinci con su Monalisa que reflejaba soledad artística, soledad innovadora, soledad ambiciosa; sigue siendo recordado como el símbolo del intelecto.

En estas épocas probablemente el concepto de esa soledad indiferenciada era simplemente nada. El entender la vida había sido para entonces un trabajo Griego que apenas estaba siendo estudiado y la metafísica trataba de comprender cuál era su motivo oculto. Pero entonces qué tan grande era la soledad.

Ferrater en su libro “Diccionario de la Filosofía” menciona que en ocasiones se distingue entre “sentimiento” y “emoción”, considerándose la última como una de las especies del primero. Los sentimientos pueden ser corporales, como cuando se siente frío. Las emociones, aun si se consideran fundadas en procesos corporales, no necesitan describirse en términos corporales. Así, se estima que sentir alegría, temor, amor, entre otros; son emociones. La noción de emoción está ligada a la de “pasión”, en la acepción de una afección o de un afecto. Conlleva regularmente la idea de una agitación del alma, del espíritu, de la mente.

Víctor Hugo (1802) “El infierno está todo en esta palabra: soledad”.

Ralph Waldo Emerson (1803) “El hombre grande es aquel que en medio de las muchedumbres mantiene, con perfecta dulzura, la independencia de la soledad”

Nietzsche (1844) “La valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar”.

Carlo Dossi (1849) “¿Por qué, en general, se rehúye de la soledad? Porque son muy pocos los que encuentran compañía consigo mismos”.

Thomas Mann (1875) “La soledad hace madurar lo original, lo audaz e inquietantemente bello, el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito”.

Jorge Luis Borges (1899) “La ceguera es una forma de soledad”.

Charles Bukowski (1920) “Nunca sentía soledad; cuanto más separado estaba de la especie humana se encontraba, mejor se sentía”.

El de la soledad fue un tema recurrente en la obra del poeta y ensayista Octavio Paz; buena parte de su creación poética y de sus reflexiones así lo confirman. Cierto que se trata de una experiencia que, paradójicamente, lo reúne con otros poetas como Francisco de Quevedo, Antonio Machado, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, pero en él se trata de una experiencia íntima, profunda y decisiva; como señala Ramón Xirau:

“La experiencia radical de Octavio Paz sigue siendo la soledad, la de una al parecer incurable imposibilidad de comunicación”.

Mientras que los poetas españoles –señala Xirau– están en la soledad y Xavier Villaurrutia busca la soledad como aislamiento del mundo, Paz hace de la soledad una experiencia dialéctica que se define no solo por la tensión entre la ruptura con un mundo caduco y la tentativa por crear otro, sino que también carece de valor absoluto: siempre es relativa y expresa un ansia por su opuesto: la comunión.

En el célebre ensayo que escribió a mitad del siglo xx, la soledad es una experiencia tanto individual como colectiva y, más aún, adquiere el carácter de una situación histórica, ya como orfandad y desamparo o como diferencia. Tras la pérdida de su tradición y en un entorno que no lo acepta (la sociedad estadounidense), el pachuco expresa su sentimiento de soledad en la oscilación entre el ocultamiento (su indumentaria) y la revelación violenta. En otro plano, la orfandad y el desamparo se hallan en el origen de la historia de México: es la experiencia de Moctezuma y los mexicas al interpretar la llegada de los españoles como el abandono de sus dioses y el final de un tiempo histórico. A partir de entonces, la historia de México es la búsqueda de su filiación histórica, una oscilación entre soledad y ansias de comunión, entre cierre y apertura.

La soledad del mexicano, y la de México, se presenta como la extrañeza es decir, en palabras de Paz, cuando se es diferente y no hay con quien hablar, aunque alrededor se encuentre una multitud de otros. Más que como un aislamiento, la soledad se vive como una situación de fractura en la comunicación con el otro. De ahí que el laberinto de la soledad es una imagen que condensa el significado histórico de una nación. El recorrido por el interior del laberinto tiene un propósito: llegar al centro, en donde le aguarda el conocimiento de sí mismo; solo entonces podrá salir al encuentro con los otros y aspirar a la comunión.

No puede dejarse de lado que las significaciones del sentimiento de soledad se generan en un aquí y ahora; por ello, están asociadas no solo a un tiempo, sino también a un topos. Los lugares que han sido propios de la soledad deben esa condición a elementos naturales, pero también a su carácter simbólico.

El bosque guarda correspondencia con el principio materno y femenino, pues en él florece una vida abundante sin la intervención del ser humano; cubre de la luz del sol cuanto se halla en su interior y es, por tanto, propicio para el ocultamiento. Se le ha considerado una fuente inagotable de vida y de conocimiento.

En Europa el bosque fue un espacio alternativo al desierto para el retiro, pero también en la India los monjes sanniasi (renunciantes), que en la cuarta década de su vida renuncian a la vida material, tienden a retirarse a los bosques, en donde, según el Dhammapada, “el santo halla su reposo” y “son benignos cuando el mundo no entra allí”.

En la Antigüedad los bosques estaban consagrados a las divinidades, pero en la Edad Media fueron la morada de duendes y hadas y, particularmente, de las brujas.

El desierto, sobre todo en medio Oriente, es el topos predominantemente propicio para la soledad en momentos de revelación o de retiro ascético; no obstante, su simbolismo es ambivalente.

En tanto que tierra árida, desolada e inhabitada, es el espacio de la indeterminación, al que corresponde el dominio de la abstracción, abierto a la trascendencia. A diferencia de las regiones húmedas (donde abunda el agua, principio de nacimiento y fertilidad, y la materia se descompone, se corrompe), el desierto favorece la espiritualidad pura y ascética; la consunción del cuerpo facilita la salvación del alma (para Ricardo de san Víctor era el corazón, el lugar de la vida eremítica exteriorizada). Así, los profetas bíblicos, en combate con las religiones agrarias de la fertilidad, presentaron su religión como la más pura de Israel cuando vivía en el desierto; en este sentido, se podía decir del monoteísmo que era la religión del desierto. Pero, de otra parte, es un lugar poblado de demonios; un mundo alejado de Dios, donde suceden el castigo de Israel y la tentación de Jesús.

[…] el desierto es, además, morada del demonio, símbolo de lo oscuro y sin vida. Jesús es tentado en el desierto, y, según su propia enseñanza, ese es el lugar propio de los demonios. Sea cual fuere el origen de esa doble imagen del desierto, lo esencial es que participa de la paradoja de todo lo que conforma la relación de Dios con el hombre […] Todo está marcado con el signo de la ambigüedad. Todo puede ser señal de la presencia de Dios, todo puede ser también tentación para olvidarlo. [Se presenta] como aquella realidad de nuestro mundo en la que, más que ninguna otra cosa, se está con indefensa desnudez ante la única decisión que importa: por Dios o contra Él. El desierto recuerda al hombre su pobreza y soledad esenciales […] (Monjes de la Isla Liquiña, “Introducción” a San Atanasio de Alejandría, s/p.)

La cueva o caverna es un arquetipo de la matriz materna por su asociación a lo continente, lo oculto, lo cerrado, y es un elemento recurrente en los relatos sobre el origen y el renacer, o las ceremonias de iniciación en las que tiene lugar la imposición de un ser mágico:

Historiadores de la magia añaden: “La disposición casi circular de la gruta, su penetración subterránea, el enrollamiento de sus corredores que evoca el de las entrañas humanas, hacen siempre de ella lugar de preferencia para las prácticas de brujería […]”

La caverna cumple a este respecto la función análoga a la de la torre y la del templo, en cuanto condensador de fuerza mágica, de efluvios telúricos, de fuerzas que emanan de las estrellas de abajo.

La isla, como entidad geográfica, es justamente una porción de tierra separada de la masa continental, y en el plano simbólico aparece como centro espiritual primordial; un lugar de elección, de ciencia y de paz en medio de la ignorancia y la agitación del mundo profano; evoca refugio. Julio César se refiere a la isla de Gran Bretaña como el lugar a donde los druidas iban a perfeccionar su instrucción, adquirir la ciencia sagrada y consolidar su ortodoxia doctrinal.

De otra parte, la isla es “símbolo de aislamiento, de soledad y de muerte”.

Aparte de estos lugares naturales, pueden referirse algunas construcciones arquitectónicas, como el laberinto y el templo. El primero es la representación de un espacio construido para extraviarse en su interior; en general, quien habita en un laberinto se encuentra en soledad. Lo intrincado de su construcción entraña la idea de que el centro guarda algo precioso, que para el psicoanálisis es el sí mismo.

El templo, por su parte, es un espacio donde se pueden observar dos manifestaciones de la experiencia religiosa: la externa del rito, que involucra a la colectividad, y la íntima, en la cual el individuo aspira a una comunicación con la divinidad o con algún ser sobrenatural.

Sin formar parte de la tradición simbólica como en los casos anteriores, la ciudad moderna se ha convertido en un espacio donde convergen las más diversas manifestaciones de la heterogeneidad: social, económica, cultural, étnica, religiosa. Los transportes contribuyen a un dinamismo sin freno; los aparatos para comunicarse son casi un apéndice de sus habitantes, y en los vagones del tren subterráneo las multitudes de cuerpos se oprimen entre sí, pero las miradas no se encuentran, solo se cruzan. La soledad es una realidad que las ciudades no pueden ocultar.

La soledad es el polo de una estructura dicotómica de la experiencia humana en el plano de su estar en el mundo (que implica su relación con el otro, con la divinidad o lo sobrenatural y consigo mismo). Se vive siempre en un juego de oposiciones: lo abierto y lo cerrado, lo de fuera y lo de dentro, el sí mismo y la otredad, diálogo y silencio, semejanza y diferencia, soledad y comunión.

Si en ocasiones resulta de una elección libre, en otras es producto de la fatalidad. Hay la soledad buscada, deseada, y la soledad que se padece, porque equivale al abandono, al desamparo. Pero en ambas situaciones se evidencia que la soledad no es suficiente en sí misma, requiere siempre de su contrario. La renuncia a “lo de fuera” es condición para privilegiar “lo de dentro” (san Antonio Abad); es la misma relación que se encuentra en la voluntad de mantener algo cerrado, secreto, íntimo que expresan la bruja o los místicos. La construcción del sí mismo se torna condición para sentirse solo, diferente a los demás, y en este sentido requiere del otro, del semejante, del prójimo; la conciencia de la soledad es el paso previo al deseo de comunión. A todos estos planos los cruza un mismo elemento: la palabra. Antes de la llegada de Eva, Adán no tendría con quien hablar; los eremitas y los místicos renuncian al contacto con los otros porque desean comunicarse con Dios; Petrarca busca la soledad para dialogar con otros (que están ausentes) a través de las letras. Por eso el filósofo italiano Nicola Abbagnano advierte que la soledad, más que aislamiento, es una búsqueda de formas superiores o distintas de comunicación:

No prescinde de las relaciones ofrecidas por el ambiente y por la vida cotidiana sino con miras a otros nexos con hombres del pasado y del provenir, con los cuales es posible una forma nueva o más fecunda de comunicación. Su prescindir de estas relaciones es, por tanto, la tentativa de liberarse de ellas con el objeto de estar disponible para otras relaciones sociales.

Bibliografía

Google Chrome

http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=58938125003

http://www.nexos.com.mx/?p=27701

http://www.hermandaddelasoledad.org/index.php/hermandad/historia/soledad

http://cofradiadelasoledadarganda.es/historia.html

https://clionauta.wordpress.com/2013/03/18/historia-de-la-soledad/

http://yermocamaldulense.wordpress.com/2012/06/06/elogiode-la-vida-oculta/


[a] Profesora de la escuela preparatoria Número Tres

[b] Instituto de Ciencias de la Salud del Área Académica de gerontología de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo